Yo me federé
ya en prebenjamines, en el equipo de futbito del barrio. No era el mejor, pero
era titular, que siempre da un estatus que hasta permite guiñarles el ojo con
cierta arrogancia a las niñas que hay en la grada, mientras tu madre te limpia,
del moflete, su carmín con un pañuelo en el que previamente ha salivado. Le
decían mis entrenadores a mi padre que no era malo pero que me faltaba garra. Ya
a los quince años, cansado de perder, dejé el equipo no especialmente puntero
en el que militaba, para irme a otro de una categoría superior con camaradas que
realmente sabían a que estaban jugando.
En mi debut,
partí desde el banquillo: “Tampoco es cosa de venir de estrellita”, pensé. Con
3-1 a nuestro favor y el partido muy de cara, el míster me dijo que salía. Era
el momento de demostrar lo que sabía hacer y vaya si lo hice: En la primera
jugada defendíamos un córner, la
colgaron y uno de nuestros defensas rechazó el balón que se dirigió hacia mí. Al
ver que no me llegaba al pie, le clavé un guantazo que ni Rafa Pascual en Barcelona
92; pidió penalti hasta mi padre desde la grada, donde se oyó un clamor que eso
parecía Celtic Park. Pero el árbitro,
quizá al advertir mi cara de pavor, que, desentendiéndome ya completamente del partido,
parecía rogar misericordia, dejó seguir el juego.
Muchos jugadores
se crecerían ante tremenda ignominia: no fue mi caso. Traté de pasar inadvertido,
lo cual fue relativamente fácil, pues nadie se la quería pasar al “Manoplas”. Al
fin, me cansé de vagar, y viendo que el balón iba de nuevo a córner, esta vez a
nuestro favor, pedí la pelota con determinación, confiando en mi primoroso toque
para ponerla en el corazón del área. El
encargado de lanzarlo, atónito, me la cedió a regañadientes y como aquella
vieja que deja sus bolsas de la compra a un desconocido que se ofrece a
ayudarla: con sospecha.
Otro compañero
se acercó, brindándome la opción de tocar en corto. No estaba familiarizado uno con esas exhibiciones de estrategia y,
perturbado, tiré por la calle del medio metiéndole un punteirolo al balón, que
colisionó en los huevos de mi compañero, situado apenas a dos metros de mí. La
pelota rodó entristecida hasta la banda y el infortunado muchacho tuvo que ser
sustituido.
Esa misma semana, el míster, en un entreno, me
espetó: “Para foguearte, te vamos a mandar al B un par de partidos”. Tal fue el eufemismo que sólo le faltó
hablar en rueda de prensa de falta de feeling.
Y allí me quedé hasta que, con
diecisiete, colgué las botas.