Empieza
a convertirse en una afirmación cansina; pero no por ello deja de ser una
verdad indiscutible: El mejor cine, en los últimos años, se está haciendo en la
televisión. La calidad sin ambages de
series como “The Wire”, “The Soprano” o “Mad men”, por citar algunas de las más célebres, está fuera de toda
duda. Pero no os hablaré de ninguna de estas porque, como en gustos no hay nada
escrito y manipulando vilmente las palabras de Francisco Umbral, yo he venido
aquí a hablar de mi serie favorita a día de hoy: “Breaking Bad”.
Se
trata de un relato tragicómico con aroma de comedia negrísima, que nos remite
en momentos a los hermanos Coen. La trama gira en torno a Walter White (Bryan
Cranston), un profesor de química, al que, de un día para otro, se le diagnostica
un cáncer de pulmón incurable. La situación es límite, ya que su hijo, que
nació con parálisis cerebral, tiene algunas dificultades para hablar y caminar
y, además, su mujer espera otro hijo; por lo que las condiciones en las que
quedará su familia serán cuanto menos comprometidas. Esto le lleva a decidir que,
para proveerles de un escenario cómodo y sirviéndose de sus conocimientos,
producirá y comercializará una anfetamina muy pura, para lo que contará con la
ayuda de su ex alumno Jesse Pinkman (Aaron Paul); personaje éste, lleno de
matices y sutilísima ternura.
La
sucesión de vertiginosos malabares del protagonista sobreviene entre mentiras,
secuestros, robos, asesinatos, encubrimientos, tenencia de armas, tráfico de
estupefacientes (agrabado por el hecho de que el cuñado de White, Hank Schrader, es el agente de la DEA
encargado de investigar al enigmático personaje que se encuentra detrás de la novedosa metanfetamina que ha llegado a la
ciudad) de manera vibrante para el espectador.